DiegoLinares

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El olor
de la
madera

Occidente está impregnado de un aroma a madera. El cristianismo lo determina en el trabajo de ese Jesús hacedor que tan bien define el más grande de todos los argentinos, Jorge Luis Borges, en el verso final de su mítico poema Juan I, 14: "A veces pienso con nostalgia en el olor de esa carpintería". Un texto que compendia todo el saber y sin embargo se aferra a lo más simple de sus asideros.

Occidente está impregnado de un aroma a madera. El cristianismo lo determina en el trabajo de ese Jesús hacedor que tan bien define el más grande de todos los argentinos, Jorge Luis Borges, en el verso final de su mítico poema Juan I, 14: "A veces pienso con nostalgia en el olor de esa carpintería". Un texto que compendia todo el saber y sin embargo se aferra a lo más simple de sus asideros.

La madera por ello, con su carga alegórica, está en cada retablo cristiano, en cada casa de Dios. Es sin duda su uso barroco, mágico, profano o religioso, uno de los principales constructos visuales de nuestra civilización. Sobre ella se encuentran la sonrisa intrigante de la Gioconda, el San Pablo converso de Caravaggio o la más grande obra del Bosco. No queda duda de su nobleza y complejidad, pero también del simbolismo de un material mitificado.

"Toco madera", la más reciente muestra del argentino Diego Linares, no sólo remite como título a la canción de Raphael, quién extendió la frase en otro nivel discursivo en el rango de lo popular, pero que sin duda refiere a la cruz cristiana. Tocar madera es incluso un acto pre-cristiano -absolutamente pagano- de repeler la mala suerte y reafirmar el contacto con un bien mayor que es la conexión con la tierra. No dudamos que ese sea el rasgo inicial de esta muestra, la mezcla incisiva de lo profano como tema y lo casi "divino" como representación que rodea la obra de este artista.

Linares ha usado continuamente la figura femenina con marcados rasgos africanos como leit motiv de su trabajo. No sólo la voluptuosidad de su cuerpo, como si remediara el talante de las propias imágenes y esculturas del más antiguo de los continentes, sino su rostro como una especie de divinidad. Incluso, a pesar de que algunas figuras explicitan algún rasgo de su sexualidad, las mujeres de estos retablos traducen más la idea de alguna adoración, en forma de figura humana central y estática en el cuadro o como recipiente que también expide un carácter de religiosidad.

Es entonces que estas imágenes no sólo apelan a nuestra sensorialidad a partir del efecto visual dado en la paleta ocre con rasgos rebeldes de azul, en esos fondos que muestran cierta incomodidad con la perfección de una superficie plana y que saborean el brochazo.

Por lo tanto nuestra mirada es seducida en los atrevimientos sin compás, al mismo tiempo que las piezas expiden ese olor a sándalo sagrado del que habla Roque Dalton refiriéndose a la desnudez: sacra y limpia. El trabajo pictórico de Diego Linares aporta, desde un terreno nuevo sobre el cuadro, el singular percance en el que lo olfativo se introduce como valor, desborda el cuadro y uno comienza a sumar sol, sudor, salitre, especies y madera. Aromas brutales y contagiosos.

Más que deidades de ébano estas imágenes parecen el imaginario de un nuevo tipo de religiosidad donde el cuerpo de mujer se despoja de todo artefacto y es pura forma, casi abstracción en la solemnidad en que son dispuestas. La madera les aporta un vasto carácter de belleza ignota, no por nuestro desconocimiento sino porque parece dispuesta, en su majestuosidad, a seguir ignorándonos.

Pero es la madera la que nos recuerda que toda hermosura es mortal. Toda belleza debe ser finita porque sería una ruina. Su olor es también una especie de ataúd ceremonioso en el que encerramos con dolor la historia y la desdicha. Por eso estos cuadros conservan -como todo lo verdaderamente espléndido- un halo de tristeza, de fractura del diálogo, de imposibilidad. Esas mujeres que nos ignoran son diosas, su olor a madera es la iglesia del hombre.

Clara Astiasarán

Crítica y curadora.

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