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Ménades

Desde la frondosa Pachamama hasta el ámbito de una femineidad que armoniza con los poderes de la naturaleza, Diego Linares devuelve la mirada hacia los paraísos perdidos para reafirmar, con Borges, que éstos son los únicos verdaderos y aventurarse a su reinvención en un afán conciliatorio del deseo.

Desde la frondosa Pachamama hasta el ámbito de una femineidad que armoniza con los poderes de la naturaleza, Diego Linares devuelve la mirada hacia los paraísos perdidos para reafirmar, con Borges, que éstos son los únicos verdaderos y aventurarse a su reinvención en un afán conciliatorio del deseo.

Frente a estas imágenes, el acto de una contemplación sin artificios nos descubre un trazo límpido, obsesivo acaso, donde el lienzo o la pluma de cristal revelan el peso del aire o la levedad de las formas. En ellas dialoga un sincretismo que funde lo barroco y sus exuberancias con un refinado expresionismo, la incisión de la tinta y la floración del cántico, la sobriedad de la composición y la minuciosa complejidad de su tratamiento.

La luz elemental, la sensualidad subyacente en sus dominios, discurre por un paisaje que es principio y fin, trayecto y permanencia de una estación fuera del tiempo. Ahí, a partir de un impulso único, se corporeizan el mundo natural y el mundo humano abiertos en par al mismo caos. Todo coexiste bajo esta luz en una dimensión que aspira a compartirse y ser palpada.

Al ofrendar su búsqueda y su entrega Linares transgrede recintos para adentrarse en el volumen perturbador de sus presencias y expresar, bajo el influjo de su líneas, el júbilo festivo de la tierra o el rito del asombro ante el deseo. En su deslumbrarse ante las cosas invoca a las mujeres- sacerdotisas dueñas del conocimiento secreto. Ellas, ménades de un templo sumergido, reposan su propia delectación dentro de un marco que apenas las contiene. Habitan el territorio de los mitos, la fábula del fuego y la inocencia, los relieves del sueño y la memoria. Custodiadas por pájaros y monos, hablan desde un silencio que ya es nuestro.

Observan al espectador y ante él se exhiben, poseídas y poseedoras de una transparencia frutal, de una elegancia que celebra en su estado primigenio la magia irreverente de la vida. Si responden, inquieren, se transforman tras enlazar los tallos de eneldo, como en el poema de Safo, pero rechazan la vista de quien no lleva guirnaldas en el pelo.

Jorge Valdés Díaz-Vélez

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